Es bastante probable que si se investigara cuáles son los pecados favoritos de la gente en los países en los que de verdad se aprecia el pescado, que son muchos menos de los que cabría esperar, en la lista de los preferidos por su sabor apareciese la humilde sardina
El hecho es que la afición al pescado es, a escala mundial, bastante minoritaria. Se come pescado, sí, pero... se procura que sepa a cualquier cosa menos a pescado. Uno consulta recetarios de diversos lugares, ve programas culinarios en la televisión... y observa que muy pocas veces se busca realzar el sabor original del producto: se disimula a base de especias, condimentos y (lo que es peor) cocciones muy prolongadas.Los españoles, como los japoneses o los polinesios, sí que aprecian el sabor de los pescados de mar. De hecho, japoneses y tahitianos son fervientes partidarios de no cocinarlos: el pescado crudo, si es, como debe ser, fresquísimo, es delicioso con un breve aliño. Eso sí: sabe a pescado. En España, donde el pescado crudo es moda reciente, hay una amplia teoría culinaria para el pescado, siempre sencilla, siempre con los sabores del producto por delante de otras consideraciones. Incluiré entre los pueblos amantes del pescado no cocinado al fuego a los pueblos americanos del Pacífico, con sus maravillosos cebiches.
En España, a partir de junio, la costa huele a sardinas. Sardinas asadas. "Por San Juan (dice el refrán) la sardina pringa el pan". El pan... y todo lo que se le acerque, porque la sardina, en efecto, es un pescado rico en una grasa de lo más saludable que, en efecto, impregna todo aquello que toca. Y el olor de sardinas asadas es uno de esos que permanecen en el tiempo y el espacio.
Ya hemos dicho cuál es la forma en que más se consumen: asadas. En las costas sureñas de Málaga o Granada se hacen por el sistema llamado "espeto", que consiste en ensartar seis o siete sardinas en una caña cortada al medio a lo largo y colocarlas a sotavento de una fuente de calor. Quedan deliciosas.
En la costa norte, del País Vasco a Galicia, se asan sobre brasas, con o sin parrilla. Han de ser fresquísimas, porque se asan y se sirven tal como salen del mar, con un breve paso por sal gorda. Quiero decir que llegan al comensal con todo: cabeza, tripas, espinas, escamas... Lo suyo es colocar cada sardina sobre una rebanada de pan e ir seleccionando sus carnes, sabrosísimas y grasas, con la mano, desechando cuidadosamente todo lo no comestible. Eso, al atardecer, en una taberna de un pueblecito pesquero o, sencillamente, en la mismísima playa, es un placer.
Pero el comensal no podrá, en mucho rato, ocultar que ha comido sardinas. El olor es, ya decimos, persistente. Por eso es raro que alguien las cocine así en casa: huele toda la casa, y huele mucho rato. Por eso hay que buscarse la vida, quiero decir, una fórmula que deje menos rastros olorosos en el ambiente.
Ayer mismo nos hicimos con los primeros ejemplares del año. Llegados a casa, procedimos a poner una capa, ni gruesa ni insignificante, de sal marina en el fondo de una fuente de las que van al horno. Colocamos encima las sardinas, bien alineadas, sin que se solapasen. Las cubrimos con más sal marina... y al horno, bien caliente. Bastaron entre cuatro y cinco minutos de cocción. A la mesa. Perfectas. Quitando la sal, sale la piel. Y éstas si que se pueden comer con tenedor. Un vicio. Siempre parecen pocas. Un vino marinero, un blanco gallego, bien fresquito, hizo los honores. Y la casa... no olía a sardinas.
Un placer, una delicia. Lo único que impide que las sardinas sean un pescado de prestigio es... su precio: no son caras. Saludables, riquísimas y a buen precio: qué más se puede pedir.
0 comentarios:
Publicar un comentario